Como una maldición eterna, arrecia en el mundo la violencia que conduce inevitablemente al desconcierto. Y uno, que se siente incapaz de comprender la persistencia humana en su hundimiento recalcitrante en el caos, padece íntimamente ataques de tristeza cuando observa cómo los caballos desbocados de odios, intransigencias, abusos, ira y soberbia, van ensombreciendo el panorama en muchos lugares del planeta. Especialmente dentro de nuestra querida Casa Común donde proliferan las peores de las rencillas…
Por eso hoy, en la mañana de este suave y soleada de este incipiente otoño, buscando el sosiego en la introversión del pensamiento, he decidido encontrarme con mi amigo el cisne con quien, reconfortado con la elegancia de sus formas y la suavidad de sus movimientos, me complace mantener esos diálogos silenciosos que tan bien conducen la perspectiva del alma.
Y así, mientras la majestad del castillo inmediato nos contempla, como testigo mudo de nuestro entendimiento, nos hemos transmitido otra vez nuestros miedos, nuestras zozobras, nuestros sueños… y nuestros deseos. Él me ha dicho que poco necesita para ser feliz. La caricia del agua por su cuerpo, el espacio de suficiente libertad para transitar por la vida, la amistad de sus amigos congéneres del lago, el alimento para el sustento de su bello cuerpo: todo cuanto necesita para su trayectoria vital, a su alcance. Yo le he hablado de mis ansias, mis penas y mis sueños; de mis temores y mis ausencias; de mis escasos éxitos y mis múltiples fracasos; de mis llantos y mis sonrisas. Y, hoy, de la inmensa pena que las batallas – físicas y morales, pero reales – que entre hermanos tienen lugar interminablemente en el mundo y, muy particularmente, en este tan cercano en el que uno vive.
Su respuesta ha sido contundente, y, como otras veces, ha salido del agua para detenerse ante mí, fijar su mirada en la mía, transmitirme un mensaje nítido y, tras recibir de mi mano su alimento, regresar lentamente a esas aguas con su habitual aleteo de despedida, dejando mi interior pleno de paz y esperanza que me permite acabar con mis zozobras y volver a confiar en la inteligencia y la bondad intrínsecas del ser humano para terminar con las luchas fratricidas. Aunque más tarde, incansables, retornen a ellas…
Seguramente él no quiere ser hombre. Y yo, sin duda y sin dejar de serlo, quiero alcanzar su elegancia, su serenidad, su perspectiva y derramar todo ello sobre todos los seres humanos de este mundo.
Gracias, amigo cisne y Vds., como él, sean felices, amigos.